Muchos mitos se tejieron en torno al suicidio de Ernest Hemingway en Cuba. Entre ellos se hizo correr una máxima según la cual Heminway consideraba que un artista verdadero, cuando ya es consciente de que no puede ni podrá superar el mayor nivel alcanzado en su obra, debe pegarse un tiro. 

Él la cumplió, después de escribir París era una fiesta. 

Es una máxima difícil de estimar, porque ¿cómo sabe uno si podrá superarse o no? En todo caso lo que puede discernir un artista es si con su última obra ha sido digno de justificar su existencia hasta el momento o no (en caso de que esté tan loco como Hemingway).

En las “tablas” uruguayas conocí a un capo de nuestro teatro, que superando la edad de Hemingway y, por muy distintos caminos, se superó a sí mismo constantemente. 

Alberto Restuccia demostró con su Beti Farías, personaje que estrenó en ¿Quién le teme a Beti Faría? que no hizo mal en esperar sin matarse después de Esto es cultura animal y Salsipuedes.

Teatro Underground que anduvo por los sótanos de Montevideo, espacios apropiados al show casi unipersonal de Restuccia.

Recuerdo su interpretación de Bienvenido Bob de Onetti, en el Café Los Mirasoles y a cada nuevo estreno de Restucia que nos suscitaba la misma interrogante: ¿cómo estará?, porque es un poco nuestro Goyeneche. En Quién le teme estaba en su plenitud como interprete, con un dominio sereno de la escena y de la sala, que en esos espacios de sótanos son una sola. 

Su último espectáculo estuvo basado en el libro Uno diferente, biografía del propio Restuccia, quien contando su vida es tan sorprendente y fantástico como la más imaginativa historia de ficción. 

El interés por sus confesiones y comentarios, tan carentes de frivolidad como imprevisibles y a la vez repletos de un humor que no deja de dar vueltas de tuerca a los asuntos más polémicos de la vida, puede enojar a más de uno. Es provocativo y procaz, poético en la línea de Bukowsky. Una vida que empieza como trabajador portuario y militante comunista para pasar enseguida de esa apertura (a lo Lorenzo Fernández) a un desarrollo acrisolado como la vida del dramaturgo Adamov, para desenlazar en escándalo a lo Capote y rematar con Goyeneche, porque al igual que éste, Restuccia sacó partido artístico de su decadencia física, de su alcohol, de su coraje y de su persistencia.

Ahora rescato de mi archivo parte de lo que publiqué en Latitud 30-35, el 17 de octubre de 2001, por el cuarenta aniversario de Teatro Uno, fundado por Restuccia, Graciela Figueroa, Jorge Freccero y el descomunal Luis Cerminara.

“Tan decano como El Galpón o el El Circular e independiente de los independientes, Teatro Uno tuvo un repertorio doblemente prolífico y explosivo, porque cuando estuvieron separados, Restuccia en el teatro Tablas y Cerminara en la Alianza Francesa, fue cuando más se notó que juntos eran dinamita, ambos directores y actores. Despojada de connotaciones ideológicas zaristas, fue acertada la definición de un crítico de aquellos años, que les llamó “el águila de dos cabezas”, pero no fueron águilas sólo por su estilo teatral sin artificios ni técnicas estentóreas, enemigo del careteo y la prosodia, desaprendiendo otros códigos para poder jugar desde sí mismos, imponiendo al medio sus transgresiones en las puestas en escena, su desenfado perpetuo en lecciones de una atípica disciplina llamada autenticidad, clases transferibles sólo por el milagro, el ritmo y la magia, la ironía, el juego y también la honda, visceral convicción contra el engaño y sus resultados patéticos, cursis; sino que lo fueron también provocadores personales, que incidieron en todo lo inquieto y creativo que latía en toda la cultura uruguaya, por el ritual y carnavalización de sus propias vidas (una rara paradoja de monjes neoreichianos), entregados a volar y hacer volar todo cuanto tocaban. Pero volar alto. No quiero saber qué hubiese sido de nuestra cultura si entre otras, pocas, insuficientes, cosas, no existiera Teatro Uno”.  

A Alberto lo vi por última vez en enero de este año, saliendo del auditorio del SODRE, donde se exhibía Espíritu inquieto, sobre el Príncipe Pena. 

Autor: Joselo Olascuaga

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