Por si le faltara algo a este 2020, en las últimas semanas, el Cáucaso, una región en permanente tensión, ha sufrido una escalada de violencia sin precedentes en este siglo. El gobierno de Azerbaiyán, con el apoyo explícito de Turquía y el silencio cómplice de las principales potencias mundiales, ha bombardeado objetivos civiles y militares en la región de Nagorno-Karabaj. No ha sido un ataque sorpresa, ni un objetivo antojadizo, sino que se trata de la culminación de meses de retórica nacionalista y belicista, consecuentes con una política agresiva y expansionista. Este conflicto tiene una explicación multicausal, que implica factores religiosos, étnicos, históricos, económicos y geopolíticos.
La historia milenaria de los armenios en la región tiene uno de sus puntos de inflexión en la dominación otomana. El Imperio Otomano, fue una gran potencia, abanderada del islam, que se expandió por los Balcanes, el Cáucaso, el Magreb, el Levante Mediterráneo y Anatolia, sometiendo pueblos enteros al dominio de sus clases dirigentes, de origen turco. En el ocaso de este Imperio, en 1915, una política estatal de hambre, deportaciones y exterminio dirigidas a destruir al pueblo armenio, llevó a la muerte de más de un millón de sus integrantes, constituyendo el primer genocidio moderno. De las cenizas del Imperio Otomano nace la República de Turquía, su heredera política y cultural, que aún hoy niega el genocidio contra los armenios.
La Pax soviética (recordemos que las tres repúblicas del Cáucaso, Armenia, Azerbaiyán y Georgia integraban la Unión Soviética) trajo calma a la región, más allá de los diferendos con Turquía, miembro de la OTAN, con la propia URSS. La disolución del Estado obrero y campesino en 1991, avivó las tensiones en la región, desencadenando un conflicto armado. Armenia y Azerbaiyán se vuelven entidades independientes, y la República de Artsaj declara su independencia (la región estaba, por disposición de Moscú, bajo administración azerí) ambos países disputan con las armas el dominio sobre el territorio, que tras un alto el fuego en 1994 quedó formalmente en territorio de Azerbaiyán, pero fuertemente militarizado con tropas de origen armenio.
El ascenso al poder en Turquía de Recep Tayyip Erdogan, con un discurso ultra conservador, belicista y nacionalista, hacían sonar todas las alarmas de Ereván. Erdogan ha reprimido a la disidencia política, y llevado a Turquía a una escalada militarista, apelando a la gloria pasada del Imperio Otomano y los Jóvenes Turcos (perpetradores del genocidio armenio) su gobierno autoritario, sostenido por las elites económicas y religiosas ha florecido bajo la mirada cómplice de Occidente. Esta mirada no es casual, ya que Turquía se ha transformado para Estados Unidos, en un incómodo, pero importante aliado estratégico. Su posición geográfica privilegiada frente a potenciales amenazas como Rusia e Irán, las escandalosas ganancias de las empresas de defensa estadounidenses y europeas fruto del enorme gasto militar turco y su acceso a recursos naturales de Oriente Próximo, han comprado el silencio de las potencias occidentales, que se han limitado, en el mejor de los casos a hacer declaraciones vacías llamando a la paz.
La retórica expansionista emanada desde Ankara, ha encontrado en Azerbaiyán a su aliado más cercano (incluso acuñando la expresión “un pueblo, dos países”), con quien comparte cultura, religión y la idea de la superioridad de los pueblos túrquicos frente a sus vecinos (cabe recordar que no solo los armenios están siendo víctimas de esta política agresiva, también kurdos y griegos han tenido escaladas de violencia con Turquía) además Azerbaiyán es uno de los principales proveedores de combustibles fósiles y otros bienes estratégicos, con los cuales Turquía busca formar una esfera de influencia y consolidarse como potencia regional.
Frente a las agresiones azeríes, las reacciones en la región y el mundo no se han hecho esperar. Los armenios, ya sea en Armenia, en Arstaj o en la diáspora, han reaccionado con horror ante la perspectiva de un nuevo genocidio. En la región destacan Irán e Israel, Irán ha movilizado tropas a la frontera, ya que tiene fundadas razones para esperar que las agresiones trasciendan a Armenia y busquen afectar a su país también, e Israel se ha alineado con las posiciones turcas, con el agravante de que drones israelíes han sido derribados por las tropas armenias, demostrando la participación, al menos velada, en el conflicto.
El silencio de los Estados Unidos es atronador, mientras que Rusia, que tiene un tratado de defensa con Armenia, ha tomado cartas en el asunto. Una de las principales políticas exteriores de Rusia, ha sido la de ejercer influencia directa sobre el espacio postsoviético, Azerbaiyán ha gravitado hacia Ankara, sin embargo, la mera amenaza de intervención rusa, ha sido suficiente para sentar a los cancilleres de las partes involucradas y negociar un alto el fuego (que todo parece indicar que no se va a sostener mucho tiempo) una apuesta arriesgada por parte de Moscú, tal como sucedió en Siria, ya que corre el riesgo de internacionalizar aun más el conflicto.
Esta situación en el Cáucaso debe invitarnos a la solidaridad con los pueblos oprimidos del mundo, hoy más que nunca, el derecho de autodeterminación de los pueblos, debe ser una bandera que sostengan en alto todos los que luchan por las causas justas. Y también debe invitarnos a una reflexión: la construcción de una paz duradera en el mundo, no puede hacerse bajo el marco de gobierno autoritarios, belicistas, racistas y elitistas. Es por eso que el único camino para la paz, es la construcción de una alternativa política que se inspire en los valores de solidaridad, igualdad y justicia social. Hoy más que nunca es tiempo de luchar por otra forma de vivir, es tiempo de construir una alternativa que tome partido por la vida.