1. La cultura lo ha hecho desde siempre: profetiza lo que ya ocurrió. En La guerra de los mundos un ejército de conquista, artefacto destructivo global, muere sencilla y silenciosamente porque no tiene sistema inmunológico para vivir en la tierra. En la atroz película de Emmerich El día de la Independencia el asunto es similar. Una oscura y gigantesca máquina de guerra alienígena invade la tierra. Enormes y silenciosas naves ingrávidas cubren ciudades enteras, con armas de destrucción masiva, campos de fuerza inexpugnables y navecitas de caza que salen de la matriz y logran velocidades hipersónicas y escupen sus rayos letales. En fin. El problema es que todo ese deslumbrante artefacto depende de una axiomática tecnológica centralizada en un software. Su alta eficacia es su punto más débil. Basta infectar ese software con un virus informático, y la enorme máquina se desploma en su propio peso inútil.
2. Ahora no nos cuesta mucho pensar que la máquina tecnocapitalista global, en la vulnerabilidad de su axiomática ciega, de su interdependencia y de su existencia altamente codificada, empieza a toser y a tener fiebre y a deprimirse, infectada por un simple biovirus nacido en los mercados callejeros de Wuhan, que da neumonía y que mata a viejos y a inmunodeprimidos, como a mí, que hace tiempo que estoy encerrado dando clases por internet y sintiendo sintomitas por todos lados. No deja de ser significativo que el Covid-19 haya operado, por lo menos, una inversión de la metáfora clínica habitual. No estamos ante una simple enfermedad que actúa sobre un organismo sano ni ante una máquina destructiva que actúa sobre un cuerpo inocente. Estamos frente a algo más complejo, y específicamente, por así decirlo, frente a algo que parece estar más cerca de la cura. O algo que viene a ponerse, impensadamente, del lado de la resistencia a una enfermedad de fondo mucho mayor. Muestra de un solo golpe que el mercado liberal es totalmente incapaz de organizar un programa sanitario, que fármacos, sistemas y tecnologías médicas no pueden ser herramientas de lucro, ganancia, especulación y valor de cambio, que el sistema de transporte no debe estar en manos de un empresario que quiere rédito y ganancia, que el abastecimiento de alimentos y artículos de higiene no puede ser el beneficio de los que tienen autos y carritos y se pelean en los supermercados para comprar cosas cuyos precios se remarcan cada diez minutos, que los medios de comunicación no pueden seguir ganando fortunas gracias al pánico medieval generalizado que vienen instalando desde hace décadas en la masa. En fin. Pero esa es la lógica natural del capital. Entonces, es obvio, la enfermedad o la máquina invasora es el propio capital. Hay un claro beneficio en este razonamiento: aquello que ayer era una neutralidad estacionaria e invisible, aquello que parecía parte de la realidad natural u orgánica de la vida, hoy podría aparecer como una fantasía axiomática tan arbitraria y perentoria como cualquier forma histórica pensable. Esta “desnaturalización” del organismo-Capital es algo que ya habíamos hecho antes muchas veces. Pero también es algo que debíamos volver a hacer, o mejor, algo que siempre estamos volviendo a hacer, en el entendido de que en cada volver a hacer hay algo radicalmente nuevo, algo que antes no estaba ahí y que se muestra como más profundo.
3. Un organismo cuyo metabolismo está hecho de una pragmática económica despiadada, de flujos incesantes y libres de mercancía y fuerza de trabajo, de flujos de capital y personas, de hiperrendimiento, hiperabastecimiento e hiperexplotación, de competitividad extenuante, de crecimiento y perfeccionamiento continuo y exponencial de todos los sistemas y de todas las cifras. De pronto, entonces, hay un virus en ese organismo. La lógica de ese virus es parecida a una enfermedad autoinmune. Primero, porque el metabolismo tenso e insoportable del organismo no es inocente en absoluto de la creación y la reproducción del virus que lo afecta. Y segundo, porque no tiene cómo combatirlo, ya que la hiperinflación del componente imaginario de la enfermedad (que es lo que realmente mata) es parte del propio sistema inmunológico del organismo. Toda esa explosiva reacción o respuesta imaginaria automática de shows noticiosos y de mapitas en tiempo real que muestran el avance incontenible del mal, de helicópteros con altoparlantes y hombres armados por todas partes, de estados de excepción y de sitio, de sobrevivencialistas con cara de Rambo cargando sus carritos en los supermercados, de vigilancia, disciplina, vallados y cierre de fronteras, de especulación, caída de bolsas y de mercados de divisas y acciones, era esperado y se diría que deseado desde hace mucho tiempo, y no es más que una prolongación del estado natural de aceleración metabólica de un organismo que sólo puede ser paranoico, condenado a disparar ciega y enloquecidamente respuestas imaginarias. Es decir, de un organismo que no tiene consciencia de sí y por tanto no es más que su propio metabolismo. Porque desde un principio debíamos entender que el capitalismo podría eventualmente encarnar en esa máquina alienante a la que debo adaptarme para sobrevivir, pero el capital, la lógica del capital, es la adaptación misma, la resiliencia, la astucia técnica del cuerpo sobreviviendo —la viveza, y su placer sordo y estúpido.
4. Y esto es lo que el virus (Covid-19, para el caso) parece desnudar. Pensemos que la lógica del capital se ha ido globalizando como un cáncer y ha hecho metástasis en cada una de las células del organismo global. El éxito de su expansión y de su crecimiento reside en que el organismo no ha sido capaz de entenderlo como algo “externo” (porque es “interno”), y por tanto no puede combatirlo. Todos los síntomas (algo anda mal) son absorbidos por su propio despliegue racional (andar mal es parte del andar bien: nada que muestre un “afuera” de su “modo de andar”). Ahora el virus parecería actuar como un “contracáncer”: como una enfermedad que permite que el sistema inmunológico ataque al propio organismo y pueda combatir la proliferación de células malas. Pero si el organismo no es más que su lógica metabólica, no es distinto a los índices ciegos de proliferación, de aceleración, crecimiento y expansión, o en otras palabras, si no hay ahí un organismo sustancial, original o sano que ha sido tomado por una enfermedad, sino que su enfermedad y su vivir coinciden, entonces no hay forma de distinguir entre células malas o buenas, ya que la distinción misma no procede. Y eso explica en parte la fascinación de los medios de comunicación con las cifras, los índices, los promedios y las simulaciones. El virus dispara una reacción inmunológica imaginaria y loca del organismo que amenaza con llevarse todo al mismo carajo. Ese momento, hoy incomprensible, en el que la coherencia del cuerpo se ataca a sí misma y se destruye, es la antesala de la liberación. No está mal, y por eso decía que el virus es pensado como algo que no está lejos de la cura.
5. Pero ahora bien. Hay dos peligros evidentes en este razonamiento. El primero es cierto aire religioso milenarista. Este mundo extenuado, corrupto, obsceno, injusto y desigual, pide a gritos una catástrofe: los sobrevivientes, templados por prácticas de lucha y heroísmo, construirán el mundo por venir. Las células cancerosas habrán sido extirpadas. Este relato no me parece peligroso por lo cruel sino por lo ingenuo (luego, eventualmente, podría ocurrir una crueldad redoblada por esa misma ingenuidad). No hay forma en la que una catástrofe real (una pandemia, un tsunami, un meteorito, una guerra) pueda eliminar “células malas”, y ese es uno de los principales problemas de la fantasía revolucionaria en el sentido clásico e irruptivo de la expresión. Todavía entendemos al capitalismo como un poder, como un amo que nos domina, como una totalidad exterior objetivamente representada contra la cual podemos combatir en una guerra caliente. Y si es así no está mal: pero todavía no alcanza. Estamos desestimando que el capital, en su lógica tumoral, está alojado en la neutralidad de la propia vida imaginaria, en la ontología espontánea que nos brinda coherencia “interna”, en la viveza de todos y cada uno de los cuerpos expertos en su propio funcionamiento de máquina, perfeccionando su desempeño en los juegos ilimitados de sobrevivir, de no morir, de luchar, de ganar, de intercambiar, de competir, de rivalizar. No entendimos al famoso hombre nuevo como un concepto, y lo tomamos como un simple objeto realista fantástico, núcleo de un delirio redentor y justiciero. El hombre nuevo no es algo que se alcanza o se logra o se fabrica o se produce. Es una idea que nos permite entendernos como falta: está ahí para que entendamos que siempre todavía seremos “hombres viejos”. No es una simple variante del superhombre, una figura robusta y heroica parada sobre valores o principios como la solidaridad o la cooperación. Es, en todo caso, el proceso infinito de ir entendiendo, primero, que la vida que vivo empecinada y automáticamente ya era capitalismo y que el capitalismo puede pensarse como una exterioridad a la que me enfrento, y luego, en segundo lugar, que la exterioridad del capitalismo es ahora una interioridad que determina y constituye el propio lenguaje en el que lo digo y lo pienso (un universal concreto). En otras palabras: el verdadero problema no es cambiar la realidad sustancial u objetiva. Eso es simple y lo puede hacer un virus. El problema es analizar y desarmar la ontología que nos vertebra, y eso no puede anticiparse ni planificarse: solamente puede ocurrir en prácticas que produzcan acontecimientos nuevos capaces de (re)socializar y (re)politizar. (El segundo peligro que iba a comentar es una variante del anterior. Una venganza de la tierra y la naturaleza ante tanta explotación y depredación. Pensaba mencionarlo de paso, pero me doy cuenta de que es un asunto que no es posible despachar en unas pocas líneas. Quedará para otra vez.)
6. De ahí la molestia que me producen los argumentos que apelan al enfrentamiento entre dos mundos como dos “sistemas de valores”: oportunismo, egoísmo, aislamiento, desconfianza, miedo, rivalidad, codicia y avaricia, contra generosidad, solidaridad y espíritu cooperativo. Cualquiera de esos dos mundos pueden ser sencillamente entendidos como parte de las respuestas imaginarias del organismo ante una emergencia. Cualquiera de los dos mundos está marcado por una fantasía imaginaria primitiva muy anterior a lo social y a lo político. De hecho, las dos se disparan automática e indiscriminadamente. En nombre de la solidaridad y la cooperación se suele pedir las cabezas de los infractores de la cuarentena, por ejemplo. Pero estas formas teatrales e hipertróficas de la bondad y de la maldad, la empatía y el amor o el odio masivos, están inscriptas en la exacerbación miedosa del sistema inmunológico mientras dure la clarinada de la naturaleza llamando a “sálvese el que pueda”. Cuando pase el temblor, cuando haya transcurrido el estado de excepción y el organismo capital recupere su buena salud ¿qué destino tendrán, por ejemplo, las admirables medidas tomadas por el joven Presidente de El Salvador que se han viralizado en las redes? ¿Es que debemos entender la justicia, la distribución razonable de bienes y servicios, el combate al acceso monstruosamente desigual a los servicios y dispositivos de salud, la intervención del Estado para corregir lo que el mercado ha creado y no es capaz de enfrentar, la solicitud de que el rentista no cobre el alquiler, que las empresas proveedoras de servicios básicos como alimentos o energía no cobren o cobren menos, de que el capital mismo nos asegure a todos una renta, etc., deben entenderse en el marco de la excepcionalidad de una guerra y una catástrofe? Tanto el buenismo solidario como el malismo sobrevivencialista son parte de las reacciones imaginarias impotentes de un organismo (el capital) que continúa intacto.
7. El virus carece de todo componente político. Solamente, y en el mejor de los casos, tiene la potencia de desnudar una enfermedad más profunda, incrustada e inconsciente. Es la lógica del capital la que, no a pesar de sino precisamente debido a su especialización tecnológica continua en inmunología y seguridad, siempre va a ser incapaz de una respuesta inmunológica adecuada. El capital, que en el fondo es un idiota afectado por una impotencia simbólica primaria, lo único que puede hacer es redoblar y exponenciar su propia lógica: más seguridad y más inmunología, multiplicando y exponenciando siempre los estados de excepción. Pero lo que las personas deberían saber es que su depresión no es inmunológica, sino política o simbólica. Y si entendemos nuestra depresión como meramente inmunológica es porque hemos sido incorporados a la lógica del capital. El Covid-19, esta “nueva enfermedad” (y cada nueva enfermedad), tiene la propiedad de hacer visible a la misma vieja enfermedad de siempre, que se enciende cada tanto en una forma explosiva y wagneriana que oculta su fondo. Esa enfermedad ha consistido en empujarnos a un infierno imaginario en el que vivimos atrapados en una lucha a muerte sin pausa y en el que nuestro propio cuerpo y nuestro propio organismo es lo que está en juego. Por lo tanto, Covid-19 es también un objeto maravilloso. La singularidad catastrófica que funciona como el eco de una catástrofe que ya ocurrió hace tiempo, como concepto. La primera vez como tragedia, la segunda como farsa o simulacro o singularidad. Como profecía autorrealizada. Hemos pasado siglos inventando un mundo como horror a la catástrofe y ahora nos horrorizamos porque ocurre una catástrofe. Y hace mucho tiempo que no vivimos en la historia sino en un loop: vivimos en ciclos, repitiendo lo mismo, más de lo mismo, en un perfeccionamiento incesante de lo mismo. Quizás hoy estamos más cerca de darnos cuenta de que la enfermedad está oculta detrás de la magia gestáltica de todo simulacro: oculta con un estado de excepción el hecho de que todo el mundo y toda la realidad es, hace mucho, un estado de excepción. Esperemos que esta vez se note y que ese notar dure.