Todo parecía mayormente en calma en Uruguay. La marea popular que impulsó un plebiscito para derogar los artículos más antipopulares y antidemocráticos de una ley de «urgente consideración» –retrógrada y dudosamente constitucional*– fue derrotada por pocos votos. Faltó un 1,3% de los votos válidos para llegar al 50% más uno que permitiera derogar los artículos impugnados. La ley de más de 400 artículos fue aprobada por el oficialismo en plena pandemia, cuando las dificultades para movilizarse eran muy grandes. Afectaba muy diversas áreas, que iban desde educación, hasta las empresas públicas. Tenía un sentido claramente privatizador, de ajuste represivo, y de recorte de espacios de participación a nivel de las instituciones educativas. El fuerte blindaje mediático –de un gobierno que agrupa a las fuerzas más conservadoras y reaccionarias de Uruguay– logró su objetivo: los artículos fundamentales para realizar un ajuste antipopular quedaron en pie.
Habían sido muchas horas de militancia, barrio por barrio, calle por calle, casa por casa, para juntar las firmas necesarias para habilitar el plebiscito, en plena pandemia y con medidas restrictivas que dificultaban fuertemente la tarea. Después, muchas horas más, mucha energía y esfuerzo militante para impulsar el «sí» a la derogación, que no fueron acompañados con una buena campaña mediática. Además, hubo cierta tibieza e inconsecuencia en algunos sectores dirigentes. El entusiasmo de la campaña parecía haber dejado lugar a un clima de escasa movilización y cierta resignación en el campo popular. Sin embargo, esa calma era engañosa. En agosto, empezó a extenderse una fuerte movilización estudiantil en los centros de formación docente, la cual abarcó todo el país, llegando incluso a algunos departamentos caracterizados por el marcado predominio de fuerzas conservadoras, donde nadie esperaba que los estudiantes se movilizaran, ni que –menos aun– ocuparan sus centros de estudios, lo que en algunos casos fue por primera vez en la historia departamental. El conflicto se extendió también a los estudiantes de secundaria, sobre todo de Montevideo, aunque también se produjeron movilizaciones estudiantiles en el interior (fue ocupado el liceo de Maldonado, por ejemplo). Los profesores de Formación Docente tampoco permanecieron ajenos, y más de un centro fue ocupado por el Sindicato de Formación en Educación, un gremio bastante reciente. También los docentes de secundaria protagonizaron algunas ocupaciones en rechazo a la reforma educativa que el gobierno intenta imponer, medida de fuerza tomada en solidaridad con las ocupaciones estudiantiles.
Las propuestas reformistas a nivel educativo empezaron a ser planteadas con fuerza por el gobierno ni bien se conocieron los resultados del plebiscito. Dos serían las prioridades del gobierno, según el discurso del presidente realizado poco tiempo después de conocidos los resultados de la consulta: reforma de la seguridad social y reforma de la educación.
En abril se presentó un Marco Curricular Nacional (MCN) para ser tratado por las Asambleas Técnico-Docentes, espacio establecido por ley donde participa el conjunto del cuerpo docente, y cuyas resoluciones tienen carácter preceptivo. Se convocó en un mismo día –el 28 de abril– a todas las asambleas, tanto de primaria y secundaria como de enseñanza técnica y educación terciaria, lo cual dificultaba la participación docente, puesto que muchos docentes, sino la mayoría, trabajan en más de un subsistema de la educación, por lo que tuvieron que optar por una de las ramas, no pudiendo participar en otras asambleas de subsistemas en los que también trabajan. Las ATD rechazaron el MCN, pero nada de esto importó. El Marco siguió su camino y fue presentado meses después en el parlamento por el presidente de la Administración Nacional de Educación Pública. La consulta probó ser una pseudo-consulta, como una puesta en escena para que no sea tan manifiesto el carácter autoritario e impositivo de la reforma proyectada. El mismo hecho de que no fueran las ATD las que elaboraran el marco curricular, sino una comisión de expertos (muchos de ellos con fuertes vínculos con las universidades privadas), y que se les diera a estas un día para discutir un marco curricular que fue conocido apenas unas pocas jornadas antes, ya era una clara señal de que la convocatoria no apuntaba a abrir un proceso de debate y consenso reales. Pocos meses después –el 6 de julio de 2022– el Consejo de Formación en Educación aprobó la Propuesta para el diseño curricular de la formación de grado de los educadores –también elaborada por «expertos»–, que seguía los mismos lineamientos educativos que el Marco Curricular rechazado por las ATD.
Algunos días después, el 21 de julio, la docente de secundaria Adela Riccetto constató que una parte del documento había sido plagiado. Pero tampoco esto importó. Las autoridades del Consejo de Formación en Educación reconocieron con otras palabras que había habido plagio (cuestión que, por otra parte, era innegable, aunque evitaron en todo momento usar esa palabra). No obstante, se le quitó relevancia a esta grave falta, y el documento quedó en pie. Los docentes fueron convocados por las autoridades a discutir un documento que, para la mayoría, carecía de legitimidad… Y para «evitar» futuros plagios, las autoridades decidieron comprar un software anti-plagio (aunque parezca broma, no lo es). En general, todas estas reformas no son más que una copia de formatos promovidos por el Banco Mundial, la OCDE y otros celosos defensores del gran capital. A fin de cuentas, lo único que hicieron los redactores de la Propuesta para el diseño curricular fue ahorrarse el trabajo de reescribir parte de un documento cuyo contenido no varía mayormente con respecto a otros que determinan los lineamientos a aplicar.
Del pensamiento único a la pedagogía única
Hace algunos años, el neoliberalismo, que se autoproclamaba como única posibilidad en un mundo sin alternativas, fue caracterizado como pensamiento único. Para las políticas educativas hoy hegemónicas, también parecen no existir alternativas educativas. Vivimos en tiempos de pedagogía única. Tanto el Marco Curricular Nacional, como en la Propuesta para el diseño curricular, insisten en los lineamientos educativos hegemónicos a nivel internacional, que desde hace años intentan imponerse como la única educación posible. La teoría de las competencias aparece como pedagogía obligatoria. La supuesta educación diversa y contextualizada –que suelen defender estas orientaciones pedagógicas– se cancela. Se transforma en una homogénea consagración de una teoría que no admite otras orientaciones**. Esto fue señalado claramente por la Sala Docente de Filosofía del CFE, reunida el 30 de julio de 2022: “Desde el punto de vista del contenido, el documento de la transformación curricular de la formación de grado de los educadores elaborado por la ANEP se enmarca en una única concepción de la educación que entiende necesaria de ser llevada a cabo. La misma obedece a un marco único basado en competencias que no ha sido discutido. Por otra parte, no entendemos que la coexistencia de diferentes visiones y concepciones dentro de la formación de educadores sea una cuestión que deba anularse. Muy por el contrario, garantiza la libertad de cátedra”.
La libertad de cátedra es uno de los grandes perdedores de estos procesos de reforma. Es un derecho cada vez más recortado por los tecnócratas de orientación liberal, que en temas educativos se muestran en forma creciente como iliberales. De hecho, una de las modificaciones de la Ley de Urgente Consideración de 2020 fue sustituir la frase «libertad de cátedra» por una supuesta «autonomía técnica». No es menor que se intente suprimir una libertad garantizada por leyes anteriores, y muy relevante tanto en las tradiciones educativas como legislativas. No es nada nuevo, particularmente en América Latina, que los autoproclamados liberales vayan contra algunas de las libertades y derechos que el liberalismo clásico siempre defendió. Como demuestra la práctica histórica, el liberalismo conservador de América Latina es más que nada un firme y consecuente defensor del libre mercado, aunque no tanto de las libertades políticas y de algunos derechos fundamentales para el ejercicio de esas libertades y la ciudadanía, como es, por ejemplo, el derecho a la educación. Pero estas inconsecuencias de los liberales criollos suelen olvidarse, entre otras cosas porque ellos son quienes suelen hegemonizar la prensa «libre» y los grandes medios de comunicación.
La teoría de las competencias aparece en estos documentos de forma confusa, entreverada en una fraseología que toma categorías de las concepciones educativas críticas, pero dándoles otro contenido, muchas veces opuesto. Las competencias no son definidas o caracterizadas en forma medianamente precisa. Se suelen evitar expresiones como «formar para el mercado», y se las sustituye por otras como «educar para la vida». Aunque en los documentos del Banco Mundial que evalúan los préstamos a la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) de Uruguay, la cosa es diferente. Ahí aparecen mucho más claramente las relaciones entre conceptos como competencias y capital humano, y la idea de que la educación se debe orientar hacia el mercado, por lo que no es muy difícil inferir que, por competencias, se entiende más que nada un «saber hacer» que permite la inserción «competente» en el mercado. De esta forma, se transparenta el carácter claramente pragmatista y utilitarista en un sentido estrecho, economicista, de esta orientación teórica, que ve con hostilidad la formación humanista y teórica, la cual no permitiría adquirir «competencias» utilizables en el mercado, que es visualizado implícitamente como último horizonte de la historia humana***.
Tanto el MCN como la Propuesta apuntan a cambios en los programas y en las mallas curriculares, que nadie sabe a ciencia cierta cuales serán, lo que genera una profunda incertidumbre en el cuerpo docente y en los estudiantes de formación docente. Sí se sabe que las autoridades ya tienen orientaciones definidas, que intentarán imponer, aunque las ATD y los estudiantes se manifiesten en contra. Sin embargo, dada la orientación pragmática y promercado de estas reformas, parece claro que las disciplinas más afectadas en forma negativa serán las humanísticas, y que se promoverán aquellas disciplinas y contenidos que permitan insertarse «competentemente en el mercado».
Hay principios muy arraigados en la educación uruguaya, que las actuales orientaciones educativas contravienen en forma radical. Esta ha tenido una fuerte orientación humanista y a favor de la participación democrática. Entre sus principios están la autonomía, la integralidad, la gratuidad, la laicidad. Las reformas actuales contravienen precisamente esos postulados. Quieren subordinar la educación cada vez más al gobierno y al mercado. En lugar de una educación integral, se plantea una serie de conocimientos básicos para trabajos que, en general, exigen poca calificación. Es decir que se aspira a una educación parcial y mutilada. Son reformas que, de una u otra forma, perjudican a la educación pública y favorecen a la educación privada, en su mayor parte de carácter confesional. Esta ofensiva contra la educación pública no viene de hoy. Por el contrario, es casi permanente, aunque hay momentos –como el actual– en que se torna más aguda y radical. Los grandes medios de comunicación y buena parte del espectro político tienen a la educación pública como uno de sus blancos favoritos.
Crisis, educación y malestar docente
Desde hace muchos años, la prensa hegemónica y un segmento no menor del espectro político –sobre todo la derecha, pero no solo ella– han querido imponer la idea de que existe una grave «crisis educativa», que sería uno de los «grandes problemas» que afronta el país. Como muestra de esta presunta crisis, se comparaban los resultados educativos de Uruguay en las pruebas PISA con los de Finlandia, se señalaban las altas cifras de egresos en los barrios de mayores ingresos, en contraste con los barrios de menores ingresos, para sacar como conclusión que esto es fruto de una educación «excluyente»… La educación es «una fábrica de exclusión», se llegó a sentenciar. Nada se decía, ni se dice, de la desigualdad propia de las relaciones sociales imperantes, ni de una economía que concentra la riqueza en unos pocos y condena a muchos a salarios de mera sobrevivencia, y a otros ni siquiera a eso. No, las desigualdades sociales eran eludidas a la hora de explicar las desigualdades educativas. Es más: se sugería que las segundas eran las causantes de las primeras. No es que no existan dificultades profundas a nivel educativo, e incluso una crisis, pero el problema de los planteos dominantes es la descontextualización. No se concibe la educación como parte de la sociedad, sino que se la concibe de una forma parcial y fragmentaria. Esto conduce a que muchas consecuencias de problemas profundos no se visualicen como tales. Se detectan los síntomas, pero no las causas. Se habla de crisis aquí y allá, pero no se advierte que hay una crisis mucho más profunda, que está en la base de las problemáticas parciales que podemos notar en diferentes ámbitos de la sociedad. Una crisis que es la de un sistema capitalista donde se agudizan las contradicciones, la polarización social, la exclusión de gran parte de la población, los problemas ecológicos, el vaciamiento cultural, las tendencias nihilistas, la depresión y las conductas autodestructivas en general, etc., todo lo cual repercute en la educación y en otras esferas de la vida social. Pero las concepciones dominantes toman la parte por el todo. Ven los árboles, no el bosque. Y no ver el todo, lleva a la búsqueda de chivos expiatorios, de supuestos culpables de que las cosas fallen.
Esto ha contribuido a agudizar el profundo malestar reinante en el magisterio y el profesorado. El cuerpo docente no solo está mal pago –lo que lo lleva, en general, al multiempleo y a un número excesivo de horas de trabajo–, sino que es culpabilizado de los «malos resultados» en educación. El magisterio y el profesorado viven, además, en una constante incertidumbre laboral, debido a que cada nueva administración impone cambios sin mecanismos de consulta y participación reales, a lo que se agrega el predominio de orientaciones pedagógicas que ponen en cuestión la función misma de la enseñanza. Los docentes deben ser «facilitadores», deben «estimular» la búsqueda de conocimientos, pero no enseñar. Si los estudiantes no demuestran interés, se debe a que el docente no sabe «motivar». El objetivo es que el estudiante construya «por sí mismo» el conocimiento, que ya está disponible «en la nube». Se ha forjado así un imaginario donde el docente es una figura cada vez más prescindible, donde los contenidos y conceptos disciplinares son considerados cada vez más irrelevantes. El docente debe comportarse –para las visiones hegemónicas– más como un «animador», alguien que responda a las demandas de estudiantes y/o familias, no ya como un enseñante y educador. La lógica del consumismo permea en las instituciones educativas y pretende imponer sus ideales en las aulas. El resultado ha sido una tendencia creciente al vaciamiento cultural y a la burocratización educativa, resistidos por muchos docentes, pero impuestos insistentemente por autoridades que responden a los lineamientos hegemónicos, cuya «compulsión a la repetición» de las mismas recetas –aunque con etiquetas diferentes– resulta fuertemente desgastante para trabajadores ya desgastados por condiciones laborales de gran exigencia y agotamiento.
El autoritarismo creciente
¿Cómo respondieron las autoridades a la movilización estudiantil y docente?
Las ocupaciones o tomas de los centros educativos fueron respondidas con intimaciones de desalojo casi inmediatas, y un rápido despliegue policial, que apuntaron a evitar que estas medidas de lucha se prolongaran por más de un día. Los estudiantes accedieron a desocupar pacíficamente los establecimientos, e igual postura tuvieron los sindicatos docentes. Los despliegues policiales eran desproporcionados como respuesta a manifestaciones claramente pacíficas, y contrastaban fuertemente con la eterna carencia de efectivos que, en general, ha aducido la policía cuando en algunos institutos educativos se ha reclamado por la falta de seguridad en el entorno y se ha solicitado alguna mínima presencia policial. La respuesta de las autoridades, renuente al diálogo y claramente represiva, parece querer dar un claro mensaje, sobre todo a los jóvenes que se organizan y movilizan en defensa de la educación pública: no vamos a ceder y estamos dispuestos a usar la fuerza para imponer nuestros objetivos.
Pero los estudiantes no se amedrentaron. Una y otra vez los centros de estudios fueron ocupados… El lunes 5 de setiembre, la Dirección General de Secundaria impidió las ocupaciones de una serie de liceos por parte de los gremios estudiantiles, aduciendo una presunta «ilegalidad» que se basaba en un supuesto decreto de Tabaré Vázquez del año 2014, cuando en ese entonces el presidente era José Mujica. Tanto los abogados de los sindicatos de trabajadores de la educación, como un catedrático de la Facultad de Derecho, señalaron la falta de asidero legal de la nueva prohibición, que se suma a otras medidas que, desde el comienzo del gobierno, apuntaron a perseguir y judicializar a militantes sindicales. Pero la legalidad no parece ser muy relevante a la hora de lograr los objetivos «reformistas» a nivel educativo. Muchas de estas prohibiciones y medidas represivas traen a la memoria algunos de los peores momentos de nuestra historia reciente, por lo que cada vez se torna más relevante, en las actuales movilizaciones, la lucha contra el autoritarismo creciente, las prohibiciones sin sustento jurídico y la criminalización de la protesta.
Algunas consideraciones finales
El conflicto continúa, si bien tal vez ya ha pasado, al menos por este año, el momento pico de movilización (aunque estas cosas son siempre difíciles de saber a ciencia cierta). Se ha logrado un objetivo muy importante: ha quedado demostrado claramente que el proyecto de reforma no cuenta con un consenso mayoritario de los directamente implicados. Las organizaciones estudiantiles y docentes no apoyan esta reforma inconsulta e impuesta. Rechazan tanto su forma como su contenido. Su legitimidad ha sido fuertemente erosionada, no solo por las movilizaciones de estudiantes y docentes, sino por todo el cúmulo de arbitrariedades, autoritarismo creciente y decisiones gubernamentales de dudosa justificación.
Todo indica que la lucha contra esta nueva intentona «reformista» será prolongada. Pero que nuevas generaciones se hayan integrado a la lucha en forma tempestuosa e inesperada, y que hayan tomado viejas banderas y viejos principios de nuestra educación pública, resulta fundamental en términos estratégicos. Brinda, además, renovadas esperanzas y nuevas perspectivas a esta lucha interminable en defensa de la educación pública.
Hay causas profundas que han explicado históricamente este fenómeno de movilización estudiantil. Los estudiantes terciarios y universitarios provienen históricamente de sectores medios, y crecientemente de la clase trabajadora, es decir, segmentos de la sociedad que tienen fuertes contradicciones con la clase dominante, a los cuales las políticas predominantes afectan negativamente de una u otra forma, ofreciéndoles perspectivas de futuro más que limitadas. Es llamativa, sin embargo, la ausencia del movimiento estudiantil universitario en el actual contexto, que ha sido históricamente en Uruguay –como en toda América Latina– un factor particularmente activo en las luchas populares en general, y por la educación pública en particular. A pesar de que el presupuesto universitario fue recortado durante los dos años anteriores con la excusa de la pandemia, y que este año recibió cero aumento en la rendición de cuentas del gobierno, el movimiento estudiantil universitario, la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay (FEUU), no ha protagonizado movilizaciones. Tal vez no sea el único factor, pero no parece ser un dato menor el hecho de que muchos cursos se siguieron dictando en forma virtual o híbrida durante este 2022, y que facultades que hasta hace algunos años estaban llenas de estudiantes, hoy tengan sus edificios casi vacíos y con una escasa actividad visible. Está muy claro que la virtualidad no fomenta el encuentro de estudiantes, que mina las bases objetivas para el desarrollo del movimiento estudiantil, amén de sus negativas consecuencias a nivel humano, psicológico y pedagógico. La virtualidad –como señaló el filósofo Giorgio Agamben hace más de dos años– conduce a la muerte del estudiantado, o cuanto menos, a un profundo debilitamiento de este colectivo como fuerza activa en el terreno político-social.
Los gobiernos progresistas que antecedieron a la actual administración no impulsaron, por lo general, una política educativa que trascendiera los marcos ideológicos dominantes. La diferencia fundamental fue a nivel presupuestario, puesto que aumentaron salarios y recursos para la enseñanza pública, pero las políticas no se apartaron del marco de las tendencias educacionales hegemónicas, de orientación pragmática y con la teoría de las «competencias» como dogma sacrosanto. Se abrieron algunos espacios puntuales de participación, pues había en aquel entonces una política más negociadora que ahora. Se hicieron algunas concesiones parciales aquí y allá. Pero el progresismo fue renuente a la apertura de un proceso realmente participativo y democrático, que posibilitara la perspectiva de una nueva política educativa y una educación efectivamente popular. Las recomendaciones del Congreso de la Educación –donde intervinieron docentes, estudiantes, familias y sociedad– en general fueron desoídas. Imperaron los proyectos tecnocráticos «progresistas».
El desafío, hoy, es consolidar un proyecto de educación popular basado en los principios de participación, cogobierno, democracia, autonomía, integralidad, laicidad, humanismo, etc., propios de nuestra enseñanza pública. Ese ADN de la educación pública uruguaya que las orientaciones pragmáticas de las tecnocracias –tanto neoliberales como progresistas– quieren dejar atrás.
NOTAS
* El constitucionalista y excatedrático José Korseniak la definió como un “mamotreto inconstitucional”. Véase: https://www.grupormultimedio.com/korzeniak-afirmo-que-la-ley-de-urgencia-es-inconstitucional-id753020.
** El filósofo uruguayo Vaz Ferreira ya había advertido a principios del siglo XX esta tendencia pedagógica. En su libro Lógica viva (1910), analizando la falacia de falsa oposición, señaló: “La historia de los procedimientos pedagógicos, de su boga, de su desuso, de las discusiones a su respecto, no es, en la mayoría de los casos, más que una historia de este sofisma. Llegan los pedagogistas a la conclusión de que es bueno y conveniente hacer que sea el niño quien descubra lo que se le quiere enseñar; en seguida concluyen que el otro procedimiento, el natural, que consiste en enseñar propiamente el maestro al niño, es malo. Se aplica, así, un buen procedimiento, pero desterrándose completamente otro procedimiento que también era bueno. No había incompatibilidad entre los dos: eran complementarios; pero a causa de haberlos tomado por contradictorios, uno fue excluido; y si bien se ganó por un lado, se perdió por otro”.
*** El Banco Mundial, en un documento de evaluación de un préstamo solicitado por la ANEP, sostiene: “Uruguay necesita enfocarse no solo en la cobertura y la calidad de la educación, sino también en su pertinencia, alejándose del tradicional currículo rígido y enciclopédico y acercándose a un modelo que prepare a todos los estudiantes para un mercado laboral en rápida evolución. Aprovechando esta oportunidad requiere acumular suficiente capital humano y físico para aumentar la productividad en una forma sostenible a medio y largo plazo”. The World Bank, Strengthening Pedagogy and Governance in Uruguayan Public Schools Project (P176105), 2021.
Fuente: https://kalewche.com/