Cuando hablamos de la Patria Vieja y del artiguismo debemos referir al antiguo virreinato, un enorme territorio con grandes desniveles en materia educativa y cultural: desde regiones de poblamiento tardío, como la Banda Oriental, donde apenas existían algunas pocas escuelas de enseñanza básica, hasta el Paraguay, donde, como apunta con asombro Félix de Azara en 1801, hasta los simples jornaleros sabían leer y escribir. Una herencia que se conservará en el vilipendiado Paraguay de Francia y los López, hasta que la infame guerra de la Triple Alianza lo “civilizó” atándolo a la coyunda imperialista.
En Córdoba y Chuquisaca[1] se fundaron universidades a principios del siglo XVII, en donde se formaron importantes dirigentes patriotas como Mariano Moreno, Bernardo Monteagudo, Juan José Castelli y Juan José Paso. José Monterroso enseñó filosofía en Córdoba. También los ubicuos Lucas Obes y Nicolás de Herrera, de triste memoria, comenzaron sus estudios de Derecho en esos centros para doctorarse en España.
Las universidades fueron focos de irradiación de las doctrinas jusnaturalistas y contractualistas, que tenían una larga tradición española desde el siglo XV, con el dominico Francisco de Vitoria y el jesuita Francisco Suárez de la Escuela de Salamanca. El contrabando universal incluyó los libros, por lo que Thomas Paine, la constitución norteamericana y los filósofos franceses fueron conocidos, aún en esta Banda.
Los mismos desniveles podían constatarse entre los individuos, pues eran ínfima minoría aquellos que habían realizado estudios superiores en América o en Europa. En este terreno el clero tenía un lugar destacado y, en esta provincia, casi único dentro de la población civil.
Si abordamos la cuestión educativa en relación al período artiguista y a la Provincia Oriental hay que hacer algunas precisiones. No tuvimos en el Plata un Simón Rodríguez que se ocupara específicamente de pedagogía y menos de una pedagogía revolucionaria. Las personalidades del bando patriota se preocuparon por la extensión y el progreso de la educación y la cultura, actitud natural en hombres impregnados del pensamiento ilustrado. Pero pocos tuvieron conciencia de que la revolución exigía también una educación revolucionaria, más allá de la celebración y la proclama. Animada de principios liberales, a la delgada capa que podríamos calificar de intelectual le era difícil deglutir el carácter popular y plebeyo que se fue gestando en el transcurso del proceso revolucionario, con sus desórdenes, reivindicaciones y también abusos de pescadores en río revuelto.
En buena medida sólo podemos imaginar la transformación educativa que podría haber significado la revolución, de haberse logrado consolidar “el sistema”. Porque el período artiguista fue breve, apenas una década, y se desarrolló en medio de cruentas e incesantes luchas. El gobierno artiguista sobre la Provincia Oriental fue aún más reducido: abarcó menos de dos años, desde febrero de 1815, en que Otorgués entró en la ciudad como delegado de Artigas y el 20 de enero de 1817 en que Montevideo se rindió al invasor portugués. En ese corto espacio de tiempo, Artigas debió enfrentar, además de la guerra y las amenazas en varios frentes –los godos, los portugueses y los centralistas-, la férrea resistencia, larvada o abierta, de los privilegiados de todos los bandos, incluido el propio. Eso sin contar la inestabilidad general, los conflictos y las migraciones, voluntarias o no, que involucraron a miles de personas. El éxodo, como lo llamara Clemente Fregeiro, significó la mudanza de unas 5000 personas, por lo menos.[2] La microhistoria puede ayudar a iluminar la complejidad real de los procesos históricos y a desbrozar los sucesivos mitos sobre Artigas y la Patria Vieja.
Aún cuando “el sistema” estaba en la cúspide de su poder y parecía afirmarse, luego de cierto optimismo inicial, Artigas expresó, en carta reservada a Rivera, que en Montevideo “no advierto un solo rasgo que me inspire confianza. El gobierno me muele con representaciones pretextando mil conveniencias, los particulares lo mismo, de modo que me hacen creer que entrado en esa plaza todos se contaminan”. Amenazaba con “una alcaldada”, con alguna de aquellas frases que Jesualdo califica de “martillazos”: “Pienso ir sin ser sentido, y vería usted si me arreo por delante al gobierno, a los sarracenos, a los porteños y a tanto malandrín que no sirven más que para entorpecer los negocios”.[3]
Es sintomático que constantemente Artigas debiera luchar contra “la indolencia” de los cabildos para cumplir sus directivas, sin éxito las más de las veces. Aunque enfrentados entre sí, el grupo de los grandes terratenientes afincados en Montevideo, como García de Zúñiga, y el de los incipientes capitalistas que hacían fortuna con la revolución, abastecedores y especuladores, orientado por Lucas Obes, coincidían en el propósito de detener la marea revolucionaria y su radicalización democratizadora.[4] El jacobinismo de Obes –que en honor a Robespierre había bautizado Maximiliano a su único hijo y a su barco negrero- se manifestó en algunas proclamas de estilo incendiario, pero retrocedió rápidamente desde que fue conducido detenido a Purificación y vio confiscados sus bienes, entre ellos un almacén naval, porque Artigas era poco flexible con la desprolijidad en el manejo de los fondos públicos.
Durante la colonia, las escuelas, que solo existían en las villas y ciudades, eran muchas veces emprendimientos particulares e individuales. Los cabildos entendieron la necesidad de habilitar el acceso a la educación a los pobres y financiaron escuelas gratuitas pagando a los maestros con sus recursos. En Montevideo, el convento de los franciscanos fue sede de la escuela y el Cabildo pagaba dos maestros con las rentas de los bienes incautados a la expulsada Compañía de Jesús; en Rocha el producto del remate del abasto de carne se destinó a pagar un maestro de primeras letras. Como en general la retribución era magra, los escasos docentes solían abandonar a poco sus funciones en cuanto encontraban mejor colocación.
Se ponía énfasis en la instrucción de “pobres, huérfanos o personas miserables” y no faltaron fundaciones de particulares para ese propósito, como la escuela gratuita para niñas, atendida por monjas dominicas, y financiada con una donación de Eusebio Vidal y su esposa. El Cabildo, en 1809, estableció una escuela de caridad, a cargo de fray Arrieta “el de la palmeta”, en la que también se proporcionaban los útiles. Y, como la segregación racial y de género era absoluta, también se creó una escuela para niñas de color –extrañamente, no la hubo para varones, quizás por pensarse que era más peligroso.
La “escuela de la Patria”: Purificación
Los documentos de la época son parcos y circunstanciales, a veces indirectos, respecto a la que Orestes Araújo llama “la escuela de la patria”. Está claro que existió una escuela en Purificación aunque fuera, en su origen, más que un poblado un campamento militar, el Cuartel General y el lugar de confinamiento de los enemigos del sistema.
La depuración o “purificación” de españolistas y delincuentes, que explicaría el nombre del lugar y formará parte de la leyenda negra, fue recomendada por Artigas al Gobernador de Corrientes, urgido por las noticias de la expedición española cuyo destino se temía que fuera el Plata: “Desde que hemos enarbolado el estandarte de la Libertad, no nos resta otra esperanza que destrozar tiranos, o ser infelices para siempre. (…) Si los europeos existentes entre nosotros nos perjudican, como creo, obligarlos a salir fuera de la provincia, o ponerlos en punto de seguridad, donde no puedan perjudicarnos. Esto mismo estoy practicando en mi provincia, haciendo trascendental el orden a todos los demás”.[5] Estos enemigos debían ser remitidos a Purificación, bajo la vigilancia del ejército patriota, donde se estaba “formando un pueblo por mi orden”.
A pesar del Tribunal o Junta de Vigilancia establecido en Montevideo para examinar la situación de los vecinos sospechosos, muchos realistas se salvaron de la deportación en virtud de sus vínculos sociales y familiares con integrantes del bando patriota. Según Bauzá, de los 40 españoles “de escasa representación social” apresados por el Cabildo sólo fueron remitidos a Purificación 8 o 10, pues “les daba escape con diversos pretextos”.[6] Eran reiteradas las protestas de Artigas por esa “imprudente condescendencia”, que “ha debilitado el vigor e importancia de mi providencia”. “Además tengo un conocimiento que para eludir esta medida han emigrado de esa Plaza, y refugiándose en los pueblos internos de la Campaña, en donde fomentan la irritación de los Paisanos, y ellos nunca pueden ser útiles, sino para interrumpir el orden”.[7]
En realidad las condiciones de la detención eran inusitadamente blandas: Larrañaga en su viaje a Paysandú se cruzó con 33 confinados que eran conducidos a Purificación a caballo y por una sola persona, el comisionado del partido. En algunos casos se les permitió volver transitoriamente a Montevideo a ocuparse de sus intereses o a buscar a sus familias.
Esos fines originarios no convirtieron a Purificación en un presidio: hubo una visible intención de Artigas por fomentar el poblamiento y la actividad económica y social. Teniendo en cuenta que, a su entender, el confinamiento sería permanente, a los relegados se les permitía llevar sus familias y sus pertenencias. En algunos casos el Cabildo notificaba al Cuartel General, junto con las razones del destierro, las características y los oficios de las personas remitidas por si resultaban de utilidad.
Además de prisioneros de guerra, enemigos del sistema procedentes de otras provincias e infractores, llegaron a Purificación colectivos indígenas en busca de la justicia que se les negaba en otras partes. El caso más conocido es el de los 400 indios abipones y sus familias, cuyo cacique José Benavides, al que Artigas da el tratamiento de Don, había intentado infructuosamente obtener tierras en Corrientes. Luego de varias notas conminatorias al Cabildo correntino, Artigas resolvió establecerlos en esta banda, cerca de Purificación, como antes había hecho con los “Guicuruses”, y para ellos solicitaba al Cabildo de Montevideo útiles de labranza. “Estos robustos brazos darán un nuevo ser a estas fértiles campañas, que por su despoblamiento, no descubren todo lo que en sí encierran, ni toda la riqueza que son capaces de producir”.[8]
En Purificación también vivían familiares de combatientes patriotas, como Ana Monterroso, hermana menor del famoso secretario, ya casada con Lavalleja, y Juan Manuel, uno de los hijos que Artigas tuvo con Isabel Sánchez, oficial del ejército patriota, que allí se casó con Juana Ayala.
Consigna el jefe portugués Mena Pereyra que en 1818 los pobladores fueron evacuados e instalados en Arroyo de la China para “poner en penuria a nuestro ejército”. Cuando los portugueses tomaron esta población la mayoría de los emigrados de Purificación, a excepción de algunos “comprometidos y empleados en el servicio contrario”, solicitaron con éxito el retorno a su antiguo pueblo del Hervidero. Concluye Rebella que “El propósito, perseguido por Artigas, de que los confinados arraigaran con sus familias en la villa de Purificación (…) fue cabalmente logrado…”.[9]
Repetidos oficios de Artigas al Cabildo montevideano pueden dar idea del progresivo crecimiento del poblado. Inicialmente requirió las herramientas necesarias para desbrozar el terreno y comenzar a levantar las primeras construcciones, sin duda rudimentarias, como el rancho que describe J.P. Robertson, el comerciante escocés que visitó el lugar a mediados de 1815. Según sus palabras, la villa de Purificación consistía en “filas de toldos de cuero y ranchos de barro” y “una media docena de casuchas de mejor aspecto”.
El poblado tuvo un rápido desarrollo, pues pocos meses después, entre otros asuntos políticos y militares, Artigas pedía o acusaba recibo de “catones”[10] y cartillas, algunos destinados a la provincia de Corrientes y otros a fundar una escuela en Purificación, al tiempo que expresaba “mis grandes deseos por la ilustración de la juventud”. Del mismo modo, hubo demandas de instrumentos musicales y cuerdas para los mismos, porque “los triunfos de la patria deben celebrarse con música”, se ocupó de la distribución de la vacuna antivariólica y de la construcción de la capilla, para la cual solicitaba materiales de construcción, imágenes, los elementos necesarios para el culto y hasta dos campanas. Las precisas y abundantes solicitudes de recursos para la capilla agravian a Orestes Araújo que lo acusa de haber sentido “más simpatía por la Iglesia que por la Escuela”, lo que atribuye a la influencia de su consejero y secretario Monterroso[11] y a que “los sacerdotes, regulares y seculares, fueron los más acérrimos propagandistas de la revolución emancipadora en el Uruguay”.[12]
Asimismo Artigas reclamaba cuchillos flamencos de buena calidad para “el cuerambre” y árboles de plantío, que aseguraba esperar “con ansia”, así como herramientas y semillas. La agricultura no se desarrolló –tampoco hubo tiempo- pero existió una intensa actividad comercial, basada en la exportación de cueros, sebo, madera, crines y astas, que Artigas fomentó como estímulo a la producción, fuente de recursos fiscales y medio para adquirir armas y pertrechos.
Robertson obtuvo, en lugar de la indemnización pretendida, una licencia para comerciar en Corrientes; en mayo de 1815 Artigas abrió los puertos fluviales al comercio, en el que prosperaron los británicos y muchos de los enemigos confinados en Purificación, que tenían la experiencia y los medios. El “gaucho” Pedro Campbell, con su escuadrilla fluvial, protegía y organizaba el tráfico;[13] los soldados preparaban y custodiaban los envíos. “Los soldados hacían también, al decir de Monterroso, sus cueritos a escondidas y como los buques salían muchas veces fletados por cuenta de particulares, les era fácil realizar su importe y ese dinero era el que alimentaba el comercio de numerosas pulperías y tendejones que en seguida se establecieron en el lugar”.[14]
De la pintoresca descripción de Robertson que presenta al “excelentísimo Protector de la mitad del Nuevo Mundo”, en un rancho con el piso cubierto de sobres “pomposos”, amueblado sólo con una mesa y dos sillas, ocupadas por los secretarios, a los que dictaba al mismo tiempo, en medio de las conversaciones de sus “andrajosos oficiales”, podemos rescatar la imagen de la impresionante actividad política que se desplegaba en Purificación y la constante comunicación con las provincias.
“De todos los campamentos llegaban al galope soldados, edecanes, exploradores. Todo era sometido a ‘Su Excelencia el Protector’; y su Excelencia el Protector, sentado en su cabeza de vaca, fumando, comiendo, bebiendo, dictando, charlando, despachaba sucesivamente todos los asuntos que le llevaban a su conocimiento, con una displicencia calmosa y deliberada, pero sin interrupciones, que me mostró de una manera práctica la verdad del axioma ‘Vayamos despacio que estoy de prisa’. Pienso que si los negocios del mundo entero hubieran pesado sobre sus hombros, habría procedido de igual manera. Parecía un hombre abstraído del bullicio…”, rasgo por el que merecía ser comparado a Wellington.[15]
Por sus ventajas políticas y estratégicas tomando en consideración la vocación federal y regional del artiguismo, Purificación podía ser pensada como la capital de la Liga. Si Artigas había precisamente exigido en 1813 que la capital de las Provincias Unidas debía estar fuera de Buenos Aires, es difícil que pensara otorgar ese sitial a la más que dudosa Montevideo, a la que nunca quiso entrar.
Con la invasión portuguesa la estrategia de Artigas tendrá en Purificación “el centro de apoyo y de los recursos”. Señala Juan Antonio Rebella que el poblado aparece –a veces erróneamente nombrado y situado- en mapas europeos de la época y que su nombre “sonaba en el extranjero”, en razón del tratado comercial concluido con el comandante de las fuerzas navales británicas en la región y de las patentes de corso otorgadas a marinos extranjeros, sobre todo norteamericanos.
El funcionamiento de la escuela de Purificación debe haber sido forzosamente breve e irregular. Entre octubre y diciembre de 1815 se hizo cargo de la enseñanza Fray José Benito Lamas, de la orden franciscana, llamado especialmente por Artigas para desempeñarse como capellán del ejército. A solicitud del Cabildo de Montevideo, “se desprende” de él y del Padre Otazú, “sin embargo de serme tan precisos para la administración del pasto intelectual de los pueblos”, en razón de la “importancia que ellos darán al entusiasmo patriótico” y de la utilidad de Lamas para dirigir la escuela pública de la ciudad.
En Concepción del Uruguay fray Solano García, ocasional secretario de Artigas en 1816, fundó una “escuela de la patria”, aplicando muy tempranamente el método lancasteriano, con la protección del comandante artiguista José Antonio Berdum. En 1817, el Padre Enríquez que visitó el establecimiento, escribe en El censor que “en el espacio de seis meses un gran número de niños leían un libro, conocían todos los números y caracteres manuscritos”; consignaba algunas novedades didácticas como el empleo del pizarrón y que “los niños aprenden a un mismo tiempo a leer, escribir, y con más expedición escriben que leen al principio”, cuando lo acostumbrado era enseñar primero la lectura.[16]
Las Cortes de Cádiz en 1812 habían abolido los castigos corporales en las escuelas, pero no sabemos qué efecto tuvo esa medida en las insurrectas colonias.
La escuela de la patria: Montevideo
En un estado de desorden, lo que conviene a unos no puede convenir a todos, ni viceversa. Simón Rodríguez
Como vimos, Artigas tenía plena conciencia del carácter de las autoridades y los vecinos del puerto. Los que habían permanecido dentro los muros durante el sitio eran, lógicamente, españolistas o en el mejor de los casos, indiferentes. Aún aquellos que habían acompañado el movimiento revolucionario, al retornar a la ciudad buscaban normalizar la situación, retomar sus negocios y controlar el nuevo poder que se iba construyendo. Si mostraban algún respeto hacia Artigas o buscaban conciliar con él es porque, por el momento, tenía la razón de las armas.
Pero trabaron en todo lo posible las medidas dictadas por Artigas, muy en particular el Reglamento de 1815, que vino a ser la gota que colmaba el vaso. No porque expropiara las tierras de los enemigos, algo que siempre se hizo en las más burguesas revoluciones y que también había practicado el gobierno porteño. El meollo del problema, lo que define el carácter del movimiento revolucionario, radica en qué se hace con la tierra, a quién o quiénes se la entrega y en qué condiciones se accede a ella, que viene a ser la misma cosa. La gran pregunta era: ¿a quiénes beneficiaría la revolución triunfante con la sangre y el sacrificio del “pueblo reunido y armado”? Si las tierras se venden, si son fraccionadas o no, determinará qué clases o grupos sociales puedan acceder a ellas, así como el grado de concentración de la propiedad territorial. En Francia los beneficiarios de la venta de los bienes nacionales fueron la burguesía y el campesinado acomodado y no se eliminó la gran propiedad rural.[17]
No por casualidad Lecor fue recibido como un salvador por el Cabildo y destacadas personalidades de Montevideo, literalmente bajo palio y con solemne Te Deum en la catedral. Los más conspicuos miembros del partido patriota, como Larrañaga, integraron el comité de recepción sin mayores rubores, luego de haber peregrinado al campo invasor a negociar la entrega de la ciudad a cambio de conservar sus fueros, privilegios y exenciones más las franquicias comerciales de que gozarían como parte del imperio portugués, sin olvidar las necesarias medidas represivas para “sofocar las exaltaciones de personas” y las “divergencias de opiniones”. Por supuesto, a la liberación de la opresión artiguista de que se quejaban los cabildantes,[18] se sumaba el regocijo de los españoles que creían que Portugal pensaba devolver el territorio a su legítimo soberano.
Estas líneas ayudan a situarnos en el contexto montevideano durante el gobierno artiguista y entender que el patriotismo declarado o declamado en las Fiestas Mayas de 1816, no tenía siempre los mismos contenidos ni coincidía necesariamente con la adhesión al artiguismo. La revolución no sólo fue expresión de las contradicciones existentes en la sociedad colonial: en su transcurso generó y corporizó nuevas contradicciones y nuevos alineamientos. “Las discusiones en torno a los alcances de la soberanía no fueron exclusiva ni primeramente doctrinarias sino que, por el contrario, expresaron la política de alianzas de las elites y su correlación de fuerzas con otros grupos sociales y regionales”.[19]
Con el gobierno oriental en Montevideo se reinstaló la escuela gratuita que había desaparecido durante el sitio. A cargo de la misma estuvo el maestro Manuel Pagola, conocido “enemigo del sistema”, en torno al cual se produce uno de las pocas expresiones del pensamiento de Artigas en relación a la enseñanza, que aún causa cierta incomodidad para la construcción de una imagen liberal y deslavada; la “leyenda celeste” que sustituye a la negra, como dice Carlos Machado.
Vale la pena reproducir la escueta y lapidaria comunicación de Artigas al Cabildo: “En virtud del informe que ha rubricado VS. sobre la representación del Maestro de Escuela Don Manuel Pagola, no solamente no lo juzgo acreedor a la escuela pública, sino que se le debe prohibir mantenga escuela privada. Los jóvenes deben recibir un influjo favorable en su educación para que sean virtuosos, y útiles a su país. No podrán recibir esta bella disposición de un maestro enemigo de nuestro Sistema, y esta desgracia origen de males pasados no debemos perpetuarla a los venideros, cuando trabajamos para levantarles el alto edificio de su Libertad. Sea VS. más digno en dar todo el lleno a la confianza que en VS. se ha depositado, y la energía en los Magistrados convencerá a sus súbditos del espíritu público de que se hallan investidos.
Tenga VS. la dignación de llamar al dicho Pagola a su presencia, y reconviniéndole sobre su comportación, intimarle la absoluta privación de la enseñanza de Niños, y amenazarle con castigo más severo, si no refrena su mordacidad contra el sistema. El Americano delincuente debe ser tanto más reprehensible, cuanto es de execrable su delito”.[20]
Simón Rodríguez sostuvo que en la República la escuela debía ser política, como en las Monarquías, “pero sin pretextos ni disfraces”. Para Artigas la escuela no sólo debía proporcionar instrucción sino que, en tiempos de “regeneración” política y moral, debía formar conciencia cívica, ciudadanos[21] de la nueva América, verdaderos republicanos, erradicar “al godo interior”, a la monarquía que permaneció enquistada en la república.[22] Esa es, pensamos, la “virtud” a que se refiere Artigas. Y Pagola no sólo era un “mal europeo” sino un “peor americano”, lo que agravaba la falta y la convertía en traición, en primer lugar hacia sí mismo. En 1815 Artigas escribía a Barreiro: “Quitar de un solo golpe las pasiones de esos hombres es lo más difícil: nunca fueron virtuosos, y por lo mismo costará mucho el hacerlo”.[23]
La revolución no fue para Artigas un gatopardesco cambio de gobierno, sino que, en el proceso, comprendió la necesidad de una transformación de la sociedad desde sus bases. Allí radica la autenticidad de su definición republicana que no podía ser otra cosa que democratizadora y popular.
“Los defensores del Republicanismo Bastardo -dice Simón Rodríguez- no advierten que la Sociedad representa un Cono en posición inversa”.[24] La revolución agraria artiguista intentó “invertir el cono” y esa fue la principal causa de su derrota, no sólo del inmediato fracaso militar frente a Portugal, jalonado por un cúmulo de abandonos y traiciones, sino la derrota histórica de sus contenidos y reivindicaciones fundamentales: la soberanía de los pueblos, también en lo económico, el americanismo, el federalismo y la transformación de la propiedad y las relaciones sociales en el campo. Por eso la infamia acompañó su nombre por décadas, así como fue vilipendiado Monterroso[25] quien, al parecer, jamás se reconcilió con Larrañaga, con quien había tenido problemas previamente por no reconocer su jerarquía eclesiástica como Vicario. Por eso el conflicto con los antiguos y los nuevos privilegiados que, como vimos, cuando las circunstancias lo aconsejaban estaban prontos a sacrificar hasta el más nominal republicanismo e incluso la independencia.
Esa medida en el caso Pagola es recurrida por el Cabildo que logró que se le permitiera mantener escuela privada, para lo cual produjo la intercesión de José María, el hijo de Artigas y Rosalía Villagrán, a favor de su maestro. Con semejante abogado Artigas cedió, aunque limitó el número de alumnos que podrían asistir. “¿No es realmente una mueca del destino –se pregunta Orestes Araújo- que el hijo del Protector fuese sustraído de la escuela de la Patria y su educación confiada por su propia familia al mismo pedagogo que se había manifestado enemigo recalcitrante del sistema político planteado por el padre de su educando?”.[26] Quizás no fuera una “mueca del destino” sino una pequeña y mezquina revancha del Cabildo al que Artigas había encomendado velar por la educación de su hijo.
Entre tanto Pagola fue sustituido en la escuela pública por Fray José Benito Lamas, designado interinamente por el Cabildo, “hasta que pueda practicarse el esencial requisito de la oposición prevenido para este caso”.[27]
Cultura y patriotismo para todos
En agosto de 1815 Larrañaga propuso al Cabildo la fundación de una Biblioteca pública para la cual donaba sus propios libros y se ofrecía a dirigirla gratuitamente. El acervo de la biblioteca se completó con los libros incautados a los enemigos emigrados o desterrados,[28] otras donaciones y el legado del recientemente fallecido Pérez Castellanos. Descontaba el apoyo de Artigas, “devorado de su celo por los adelantamientos de sus Paisanos”, que efectivamente obtuvo.
Entre sus argumentos, además de la responsabilidad del Cabildo “por la instrucción de los Pueblos”, señala con espíritu práctico y progresista: “…los jóvenes faltos de educación los artesanos sin reglas ni principios; los labradores dirigidos solamente por una antigua rutina que tanto se opone a los progresos de la Agricultura (…) Faltos de Maestros en todos estos ramos y faltos de medios para hacerlos venir de afuera ¿qué otro recurso nos queda que el que nosotros mismos nos formemos? (…) Los talentos de nuestros Americanos son tan privilegiados, que no necesitan sino de buenos libros para salir eminentes en todos los ramos”.[29]
La Biblioteca, que contó con unos 5000 volúmenes, se instaló en la planta alta del Fuerte, especialmente acondicionada y se inauguró el 26 de mayo de 1816, como culminación de las Fiestas Mayas, con encendido y excedido discurso de Larrañaga, en una idealización igualitaria del “suntuoso templo” de las ciencias, abierto a todos los “dichosos orientales”. “Toda clase de personas tiene un derecho y tiene una libertad de poseer todas las ciencias por nobles que sean. Todos podrán tener acceso a este depósito augusto de ellas. Venid todos, desde el Africano más rústico hasta el más culto Europeo...”.[30] La invasión portuguesa también puso fin a este emprendimiento: la biblioteca fue clausurada y los libros encajonados y depositados en la casa legada por Pérez Castellanos.
Un capítulo aparte merecerían las Fiestas Mayas de 1816, primera y única celebración de los acontecimientos fundacionales de 1810 y de la batalla de las Piedras, cuando ya había noticias de la movilización de tropas portuguesas hacia la frontera. No vamos a entrar en detalles acerca de las ceremonias y fiestas populares que se desarrollaron desde el 24 al 26 en un Montevideo engalanado con banderas y otros símbolos patrióticos. En la plaza matriz se erigió una pirámide tricolor, coronada por el gorro frigio. Hubo música, himnos y canciones alusivas, un candombe, dos presentaciones teatrales, una misa, fuegos artificiales y un baile con “ambigú” que se prolongó hasta “que el sol empezó a verter sus doradas luces sobre nuestro suelo”. Se imprimió un folleto con la pormenorizada descripción de todos los actos, incluidas las letras de algunas canciones entonadas por los alumnos de todas las escuelas, formados en las gradas de la pirámide, “manteniendo cada uno la bandera tricolor, que tremolaban al entonar el coro de sus respectivas canciones”. La “escuela pública” además desfiló “al compás de tambor y pito” al amanecer, “trayendo todos el gorro encarnado, vestido cívico y banderita tricolor”. Al romper las salvas de la artillería cantaron “al sol de Mayo”, y como “escuela principal” llevaban el lazo tricolor en el brazo izquierdo. Curiosamente Orestes Araújo desaprueba la participación de los escolares en estos actos: con un enfoque intelectualista la considera “poco educativa” pues, “estando su significación más allá de sus alcances” se habituaba a los niños a una obediencia ciega.[31] El componente emotivo de las celebraciones no era un elemento educativo despreciable para los niños que vivían inmersos en las contradictorias tendencias políticas de la ciudad puerto.
Claro que la emoción jugaba en los dos sentidos: para los “enemigos del sistema” estas fiestas y los símbolos patrióticos impuestos deben haber sido sentidos como una ofensa. Por orden del Cabildo los caballeros debían llevar en el sombrero la escarapela tricolor y el “bello sexo” lazos tricolores, “en amable recuerdo de que el Pabellón Oriental protege, reúne, y procura la felicidad general de todos los habitantes del País”.[32] Pero a contrapelo de las profesiones de fe patriótica de los cabildantes, Miguel Barreiro, como delegado de Artigas, se veía obligado a recordarles que no podían seguir ignorándolo en sus decisiones.
Hubo otras formas de propaganda más amenas, como los naipes artiguistas, en los que las figuras de la baraja española lucían distintivos tricolores y se leían consignas como “Libertad y unión”; “Con la constancia y fatigas, liberó su patria Artigas”. Fray Solano García, que además de la escuela manejaba una imprenta, fue el autor de esta baraja editada en Concepción del Uruguay en 1816.
Cuando Montevideo logró recuperar la imprenta “de Carlota”, que fuera llevada a Buenos Aires por los porteños en su retirada, quedó en manos del Cabildo, ya que no hubo interesados en arrendarla. Se planeó publicar el Periódico Oriental, que se ocuparía de las industrias, la agricultura, el comercio, las noticias del día, así como de temas ideológicos y políticos. Artigas aprobó el proyecto para “fomentar la ilustración de nuestros paisanos”, pero nunca se hizo otra cosa que un prospecto, quedando la imprenta para la edición de catones, cartillas, folletos y proclamas.
En torno al periódico se produjo otro entredicho entre los principios liberales y la defensa de la revolución en la confrontación interna y externa: Artigas, a la vez que apoyó el proyecto, recomendaba “velar para que no se abuse de la imprenta”, pues “(l)a libertad de ella, al paso que proporciona a los buenos ciudadanos la utilidad de expresar ideas y ser benéficos a sus semejantes, imprime en los malvados en prurito de escribir con brillos aparentes y contradicciones perniciosas a la sociedad. (…) La solidez de nuestras empresas han dado consistencia a nuestra situación política, y es difícil que se desplome esta grande obra si los escritos que deben perfeccionarla ayudan a fijar lo sólido de sus fundamentos”.[33]
El Cabildo ya había decidido instalar un “Revisador de la Prensa” y designó a Larrañaga. Éste se negó en virtud de la libertad de expresión que, a su entender, consagraba la revolución: “…los pueblos de las Provincias Unidas se hallan en el nuevo pie de no tener Revisadores, sino que cada ciudadano tiene libertad de imprimir sus sentimientos, bajo la responsabilidad correspondiente al abuso que hiciese de ese derecho”.[34]
Artigas se mostró decepcionado[35] por la incapacidad del Cabildo de publicar el periódico. Era bien consciente de la función política y educativa de la propaganda, de ahí la importancia que daba al púlpito y a los curas patriotas;[36] recomendó la difusión de la constitución norteamericana, de la que poseía un ejemplar y, como se vio, confiaba en la escuela para forjar una conciencia de virtud republicana. El prospecto del periódico que se envió al Protector da una idea, más allá de su posible exageración, de la difusión de “las pestilentes doctrinas de los filósofos” que tanto indignaban a Nicolás de Herrera. “Hoy día el más vulgar entiende algo de derecho público, conoce el modo como entró en la sociedad, alcanza sus prerrogativas y posee un fondo de conocimiento de que se hallaba destituido”.[37]
La educación desde la práctica política
Si la escuela debía ser política, no hay duda de que la política fue escuela. Los principios enunciados en las Instrucciones, la libertad y los derechos de los pueblos, como depositarios y sujetos de la soberanía, la libertad religiosa y civil, el pacto confederativo, el repudio al despotismo militar, penetraron aunque sea difusamente en las conciencias, pero, lo más importante, buscaron tener su realización práctica.
“Ideas y milicia, ¡qué creación!”, dice Simón Rodríguez. El ejército artiguista fue milicia, “pueblo reunido y armado”, según la feliz expresión de Agustín Beraza. El combate tenaz por una causa, los conflictos y su resolución práctica, las deserciones de unos y el sacrificio de otros, han de hacer sido una educación acelerada en ciencias políticas y sociales. La milicia reunió los cuerpos y las ideas, la práctica y la teoría, que en la colonia permanecían separados según el orden jerárquico, y que volverán a dividirse en nuestras “dolorosas repúblicas” independientes, cuando “… esas Ideas, fuera del cuerpo sufriente que la lucha convirtió en reales, se separan y sólo acceden a la mera representación política, separadas de la fuerza y el coraje de los cuerpos con los cuales fueron pensadas…”.[38]
La colonia había educado en el privilegio y la segregación, en el acatamiento de una sociedad estratificada y jerarquizada, que la revolución puso en cuestión. Pero no siempre la virtud cívica acompañó este trastrocamiento del orden colonial.
La colonia educó en la escuela depredadora de la vaquería y la corambre, en el monopolio de las tierras por un pequeño grupo de poseedores ausentistas, claramente percibidos como usurpadores.[39] Los años de guerra, en los que “los ganados eran abastecimiento, salario, botín y represalia”[40] para todos los bandos, no habían hecho más que agravar el problema. Los combatientes, en particular los jefes, se abalanzaban sobre las tierras y los ganados. “Los administradores de las estancias confiscadas no daban abasto para controlar los desafueros que se cometían contra los bienes puestos bajo su custodia, cuando no eran ellos mismos quienes lucraban con el comercio de los ganados, como había sido el caso de Andrés Vélez, (…) hasta que el comandante militar de Colonia, Juan Antonio Lavalleja, descubrió sus desfalcos y lo arrestó”.[41] Artigas conocía bien el problema y el ambiente; no se hacía ilusiones populistas: “lo que la experiencia me ha enseñado, que cada paisano, y los mismos vecinos no hacen más que destrozar”. La única vía para evitar el “destrozo” y para que la apropiación de tierras y ganados fuera equitativa y ordenada, era la pronta aplicación del Reglamento, que los Cabildos incumplían.
El Reglamento estaba dirigido a cambiar los hábitos profundamente arraigados en la campaña, a hacer efectivos los derechos proclamados, a fomentar el trabajo productivo y a abolir el sistema de castas imperante en la colonia, de modo que la preocupación por “los infelices” no fuera mero discurso o afán caritativo. Basta ver la enumeración de “los más infelices” y el explícito reconocimiento del “principal derecho” de las comunidades indígenas.
Dice Simón Rodríguez, en una admirable síntesis que tan bien se aplica al artiguismo: “Si los americanos quieren que la revolución política que el peso de las cosas ha hecho y que las circunstancias han protegido, les traiga verdaderos bienes, hagan una revolución económica y empiécenla por los campos: de ellos pasará a los talleres, y diariamente notarán mejoras que nunca conseguirán empezando por las ciudades.[42]
María Luisa Battegazz
[1] La provincia de Charcas, el llamado Alto Perú, integraba, desde 1776, el virreinato del Río de la Plata y allí la lucha revolucionaria había comenzado en 1809 liderada por Manuel Padilla y su esposa Juana Azurduy que luego se pondrán a las órdenes de la Junta de Mayo y el Ejército Auxiliar del Norte. El propio Bolívar dirá a Sucre que el país no debía haberse llamado Bolivia sino Padilla o Azurduy, porque “ellos lo hicieron libre”.
[2] Esa es la cifra aproximada de los empadronados. Pero el registro no incluye al ejército. Algunos autores elevan el número a unos improbables 15000, lo que sería casi la mitad de la población de esta Banda.
[3] Ribeiro, A. 200 cartas y papeles de los tiempos de Artigas. (2000) Montevideo, El País. T. II. P. 133. En los documentos citados la ortografía ha sido actualizada.
[4] Lúkacs prefiere el término democratización a democracia, por entender “que se trata sobre todo de un proceso y no de un estado”. “La ahistoricidad (…) crea fetiches que (…) oscurecen y enmascaran los movimientos sociales concretos”. Lúkacs, G. El hombre y la democracia. (1989) Buenos Aires, Contrapunto. P. 38
[5] Oficio de Artigas al Gobernador de Corrientes. 1/6/1815. Rebella, J.A. Purificación. Sede del Protectorado de los Pueblos Libres. (1981) Montevideo. Clásicos uruguayos. P. 26-27 (Énfasis mío. MB)
[6] Bauzá, F. Historia de la Dominación Española en el Uruguay. (1929) Montevideo, El Demócrata. T III. P. 234
[7] Artigas al Cabildo Gobernador de Montevideo. 9/10/1815. Ribeiro, A. (2000) T II. P. 123
[8] Oficio al Cabildo de Montevideo. 22/6/1816. Ribeiro, A. (2000) T II. P. 168 9 Rebella, J.A. Cit. P. 56
[9] Rebella, J.A. Cit. P. 56
[10] Manuales de lectura
[11] A pesar de la imagen que consagró Blanes Viale, Ramón de Cáceres, oficial artiguista que le conoció en Purificación, dice de Monterroso que “era fraile y había tirado los hábitos. No había para él mayor ultraje que llamarle reverendo”. También su sobrina Ana, esposa de Lavalleja, lo recuerda, después de 1830, dedicado a los estudios de física y matemáticas, concurriendo a los salones y vistiendo “elegantemente el traje civil”. Artigas. (1959) Montevideo, El País. P. 218. Sobre este aspecto hay otra versión: la de que había dejado la orden para pertenecer al clero secular. La historiografía tradicional rebajaba el papel de los secretarios a simples amanuenses para enaltecer la figura del prócer; los contemporáneos tenían otra impresión. Monterroso era un hombre ilustrado y nada conservador.
[12] Araújo, O. Historia de la escuela uruguaya. (1911) Montevideo, El siglo ilustrado. P. 96-97
[13] Street, J. Artigas y la emancipación del Uruguay. (1967) Montevideo, Barreiro y Ramos SA. P. 205
[14] Rebella, J.A. Cit. P. 107
[15] Street, J. Cit. P. 203
[16] http://bibliotecapedagogicacentral.blogspot.com/
[17] Soboul, A. (1966) La revolución francesa. Madrid, Tecnos. P. 427 y ss.
[18] Gerónimo Pío Bianqui en la sesión en que el Cabildo decide rendirse expresa que “la violencia había sido el motivo de tolerar y obedecer a Artigas”. Un concepto reafirmado por todas las intervenciones. Alonso, Sala, de la Torre, Rodríguez. La oligarquía oriental en la Cisplatina. (1970) Montevideo, EPU. P. 25-26
[19] Frega, A. Pueblos y soberanía en la revolución artiguista. (2011) Montevideo, EBO. P. 363-364
[20] Artigas al Cabildo Gobernador de Montevideo. 16/10/1815. Ribeiro, A. (2000) T II. P. 127
[21] Término y concepto que integra el nuevo vocabulario revolucionario. Del mismo modo palabras como patria, nación, soberanía, pueblo o pueblos, se significan y resignifican en el proceso revolucionario. La misma noción de “provincia” y su referencia a un territorio y una población es producto de este proceso.
[22] León Rozitchner, comentando a Simón Rodríguez, señala “Estos Realistas que se apoderaron de la República (…) son Republicanos que llevan el godo adentro, escondido. Es la única gente elegida entre sí, entre los amigos que defienden los mismos intereses; tienen la propiedad del ser, son educados (…) El godo interno computa, mide y nunca se equivoca al pensar dónde está el lugar del poder y la riqueza: en los negocios públicos”. Rozitchner, L. Filosofía y emancipación. 2012. 19 20 21 22 Buenos Aires, Biblioteca Nacional. P. 53-54. Al decir de Manfred Kossok, son los que quieren la revolución sin revolución.
[23] Frega, A. Cit. P. 312
[24] Rodríguez, S. Inventamos o erramos. (2004) Caracas, Biblioteca Básica de Autores Venezolanos. P. 174
[25] En 1834 regresó, con nombre falso, al Uruguay independiente para ser acusado de apóstata, detenido y desterrado. Monterroso, que había participado con Castelli en la expedición al Alto Perú, sin duda tenía clara la dimensión americana del movimiento.
[26] Araújo, O. Cit. P. 101
[27] Ribeiro, A. Los tiempos de Artigas. (2009) Montevideo, Planeta. T II. P. 118
[28] Por decisión de Artigas: “toda librería que se halle entre los intereses de propiedades extrañas, se dedicará a tan importante objeto”. Araújo, O. Cit. P. 108
[29] Ribeiro, A. (2000) T II. P. 108
[30] Ibídem. P. 162
[31] Araújo, O. Cit. P. 101-102
[32] Ribeiro, A. (2009) P. 141
[33] Araújo, O. Cit. P. 105
[34] Nota al Cabildo. 11/10/1815. Ibídem. P. 106. Larrañaga fue luego coherente con su posición liberal. Le pertenece el primer proyecto de abolir la pena de muerte que presentó en el senado luego de la independencia.
[35] “Para mí es muy doloroso que no haya en Montevideo un solo Paisano que encargado de la prensa se a luz sus ideas ilustrando a los Orientales, y procurando instruirlos en sus deberes. Todo me penetra de la poca decisión y la falta de espíritu público, que observo en ese Pueblo”. Frega, A. Cit. P. 279
[36] “…exhórtesele al R.do P.e Guardián, y a los demás sacerdotes de ese Pueblo para que en los Púlpitos, y Confesionarios, animen a su adhesión, y con su influjo penetren a los hombres del más alto entusiasmo por sostener su Libertad”. Ibídem.
[37] Araújo, O. Cit. P. 10
[38] Rozitchner, L. Cit. P. 95
[39] Basta leer los testimonios y alegatos en los abundantes pleitos por tierras en la época colonial, en particular los emprendidos por los pueblos o los ocupantes desalojados contra los latifundistas. Por ejemplo, la acusación de hacerse “un disimulado Señor de Vasallos”.
[40] Sala, Rodríguez, de la Torre. La revolución agraria artiguista. (1969) Montevideo, EPU. P. 43
[41] Ibídem. P. 53
[42] Rodríguez, S. Cit. P. 194